Capítulo 34


     El suave rumor del agua de la fuente la relajaba. Se encontraba sentada en un banco de piedra, rodeada de vegetación, aunque de todas las maravillosas flores que tenía a su alcance su favorita era el jazmín. Su aroma era embriagador. El patio estaba rodeado de columnas de piedra unidas por arcos de medio punto. Las paredes adornadas con azulejos de distintos colores con motivos geométricos.


    Habían pasado tres días desde que llegó a Salé con sus tres noches, siendo precisamente este último momento del día el que más temía Margarita. Todavía no había conocido al Diwan, a quienes todos llamaban allí Al- Andalusí. No la había reclamado a sus aposentos. Y ella daba gracias al cielo desde que llegó por ello. Todas las mujeres de esa casa excepto una le temían. Fátima, era la Afortunada, si es que podía considerarse tener fortuna a ser la primera esposa de aquel hombre despiadado.
      Cuando la anciana de la pluma roja, terminó de inspeccionarla, fue llevada a uno de los salones de “la Fortalessa”, donde fue aseada con fruición.


    La perfumaron con agua de rosas, la vistieron con una túnica de seda de Damasco, de una calidad incluso superior a la que poseía Lucrecia y la peinaron y maquillaron de esa forma tan característica en las mujeres de aquel lugar. Perfilaron sus ojos con un lápiz de köhol, marcando con mayor profundidad sus ojos oscuros, y cuando aquellas mujeres quedaron satisfechas con el resultado mandaron llamar a una tercera. 

     Aquel fue el momento en el que conoció a Fátima, “la Afortunada”. Entró maravillosamente vestida, pero no fue eso lo que llamó la atención de Margarita. Aquella mujer no era morisca. Tenía la piel muy blanca, nívea y su pelo era de un tono dorado muy claro. Sus ojos eran celestes, de un color tan suave como el reflejo del agua. Margarita pensó que si quisiera podría verse reflejada en ellos.

- ¡Dejadme a solas con ella!- ordenó Fátima a las otras mujeres.
      Rodeó a Margarita y la evaluó al igual que la anciana decrépita. Margarita no habló, estaba agotada y desubicada. Había pasado de encontrarse tirada como un animal en un calabozo corrupto e inmundo a estar vestida como una reina. No podía entender nada, sentía que podía ocurrir cualquier cosa y que ella no podría hacer nada para anticiparse ni para evitarlo. Era en definitiva una esclava, rica, pero carente de libertad.

- Emile te ha traído desde muy lejos para mi marido.- comenzó a decirle aquella mujer- Ha visto algo en ti. No es sólo tu belleza, hay algo más, y por tu bien espero que sea algo lo suficientemente atrayente para que te mantenga viva. ¡Mírame!, no soy tu enemiga, he venido a advertirte.
- ¿Quién eres?- preguntó Margarita.


- Soy la primera esposa del hombre al que todos llaman aquí Al-Andalusí. Mi marido no siempre fue lo que ahora es. Hubo un tiempo en que fuimos felices, él era un hombre apuesto, valiente, fuerte y honrado. Vivíamos en Granada, en una casa humilde junto al campo. Los mejores años de nuestra vida. Pero entonces fue denunciado y expulsado de nuestra tierra como un perro sarnoso…y llegamos aquí. Mataron a sus padres, no quedó nadie vivo en su familia, excepto yo, que como puedes ver, no soy morisca. Con los años ha perdido el juicio, ahora es un hombre peligroso, frío y calculador que sólo piensa en la venganza. Además, necesita estar rodeado de mujeres, pero ninguna logra satisfacerlo. – La mujer miró a Margarita con franqueza.- Cuando esto ocurre, se encarga de no volver a verlas jamás, ¿me entiendes?
      Margarita hizo un leve gesto con la cabeza. 
– Si no quieres morir deberás darle algo que ninguna otra mujer le haya ofrecido… En cualquier momento serás llamada a sus aposentos, así que deberás estar siempre preparada.
- ¿Me llamará hoy?- susurró Margarita sobrecogida.
- No, hoy ya está acompañado. Debo irme. Recuerda lo que te he dicho.

     Margarita recordó aquella primera noche como aquellos sueños terribles de los que uno siempre desea despertar, pero en esos casos, sabes que es un sueño y luchas por despertarte hasta que lo consigues. Sin embargo, esto no era un sueño, era real, y por ahora no veía posibilidad de escapar. Allí estaba, en aquel patio, rodeada de guardias que la custodiaban no sólo a ella, sino a todas las mujeres, esclavos y esclavas de aquella “Fortalessa”.
       El primer día que pasó allí, sólo pensó en fugarse, no perdió ni un detalle de todos los rincones a los que la llevaron, estudió cada movimiento de los guardias, cada entrada y salida, todo lo que sus sentidos pudieron percibir, fue registrado hasta el más mínimo detalle, pero no encontró forma humana de huir de allí.
      El segundo día añoró a su familia, a todos aquellos a los que no volvería a ver, sobre todo a Gonzalo y a Alonso, las personas que más quería en este mundo, pero pronto comprendió que aquello sólo le hacía daño y no la conducía a ninguna parte excepto a la depresión.
      Y el tercer día, comenzó a plantearse cómo sobrevivir y qué podría hacer para despertar la atención de aquel hombre que aún sin conocer ya temía como a su peor pesadilla.


     Ahora estaba atardeciendo, y pronto Al- Andalusí, elegiría a la mujer con la que desearía pasar aquella noche. Desde aquel banco en el que se encontraba sentada, podía ver el sol ocultarse lentamente en el horizonte marino. El espectáculo era maravilloso, único e inigualable. Puede que aquella fuese su última puesta de sol, lo que hacía que fuese tan especial para sus oscuros ojos almendrados.
    Suspiró y esperó a que el último rayo de sol se apagase. Entonces cerró los ojos aguardando el momento que sabía que pronto llegaría. Escuchó unos pasos a su espalda y un suave toque en su hombro derecho. Abrió los ojos y encaró a la persona que se encontraba a su espalda. Era Fátima, la primera esposa. No necesitó palabras para saber lo que venía a comunicarle. Había llegado su hora.

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