El suave rumor
del agua de la fuente la relajaba. Se encontraba sentada en un banco de
piedra, rodeada de vegetación, aunque de todas las maravillosas flores que
tenía a su alcance su favorita era el jazmín. Su aroma era embriagador.
El patio estaba rodeado de columnas de piedra unidas por arcos de medio
punto. Las paredes adornadas con azulejos de distintos colores con motivos geométricos.
Habían pasado tres días desde que llegó a Salé con sus tres noches,
siendo precisamente este último momento del día el que más temía
Margarita. Todavía no había conocido al Diwan, a quienes todos llamaban allí
Al- Andalusí. No la había reclamado a sus aposentos. Y ella daba gracias al
cielo desde que llegó por ello. Todas las mujeres de esa casa excepto una le
temían. Fátima, era la Afortunada, si es que podía considerarse tener fortuna a ser la
primera esposa de aquel hombre despiadado.
Cuando la
anciana de la pluma roja, terminó de inspeccionarla, fue llevada a uno de los
salones de “la Fortalessa ”,
donde fue aseada con fruición.
La perfumaron con
agua de rosas, la vistieron con una túnica de seda de Damasco, de
una calidad incluso superior a la que poseía Lucrecia y la peinaron y
maquillaron de esa forma tan característica en las mujeres de aquel lugar.
Perfilaron sus ojos con un lápiz de köhol, marcando con mayor profundidad
sus ojos oscuros, y cuando aquellas mujeres quedaron satisfechas con el
resultado mandaron llamar a una tercera.
Aquel fue el momento en el que conoció a
Fátima, “la Afortunada”. Entró maravillosamente vestida, pero no fue eso lo
que llamó la atención de Margarita. Aquella mujer no era morisca. Tenía
la piel muy blanca, nívea y su pelo era de un tono dorado muy claro. Sus
ojos eran celestes, de un color tan suave como el reflejo del agua. Margarita
pensó que si quisiera podría verse reflejada en ellos.
- ¡Dejadme a
solas con ella!- ordenó Fátima a las otras mujeres.
Rodeó a Margarita y la
evaluó al igual que la anciana decrépita. Margarita no
habló, estaba agotada y desubicada. Había pasado de encontrarse
tirada como un animal en un calabozo corrupto e inmundo a estar vestida como
una reina. No podía entender nada, sentía que podía ocurrir cualquier cosa
y que ella no podría hacer nada para anticiparse ni para evitarlo. Era
en definitiva una esclava, rica, pero carente de libertad.
- Emile te ha
traído desde muy lejos para mi marido.- comenzó a decirle aquella mujer-
Ha visto algo en ti. No es sólo tu belleza, hay algo más, y por tu bien espero
que sea algo lo suficientemente atrayente para que te mantenga viva.
¡Mírame!, no soy tu enemiga, he venido a advertirte.
- ¿Quién
eres?- preguntó Margarita.
- Soy la
primera esposa del hombre al que todos llaman aquí Al-Andalusí. Mi marido no
siempre fue lo que ahora es. Hubo un tiempo en que fuimos felices, él era un
hombre apuesto, valiente, fuerte y honrado. Vivíamos en Granada, en una casa
humilde junto al campo. Los mejores años de nuestra vida. Pero entonces fue
denunciado y expulsado de nuestra tierra como un perro sarnoso…y
llegamos aquí. Mataron a sus padres, no quedó nadie vivo en su familia,
excepto yo, que como puedes ver, no soy morisca. Con los años ha perdido el
juicio, ahora es un hombre peligroso, frío y calculador que sólo piensa en la
venganza. Además, necesita estar rodeado de mujeres, pero ninguna logra
satisfacerlo. – La mujer miró a Margarita con franqueza.- Cuando esto
ocurre, se encarga de no volver a verlas jamás, ¿me entiendes?
Margarita hizo
un leve gesto con la cabeza.
– Si no quieres morir deberás darle algo que
ninguna otra mujer le haya ofrecido… En cualquier momento serás llamada a sus
aposentos, así que deberás estar siempre preparada.
- ¿Me llamará
hoy?- susurró Margarita sobrecogida.
- No, hoy ya
está acompañado. Debo irme. Recuerda lo que te he dicho.
Margarita
recordó aquella primera noche como aquellos sueños terribles de los que uno
siempre desea despertar, pero en esos casos, sabes que es un sueño y luchas por despertarte
hasta que lo consigues. Sin embargo, esto no era un sueño, era
real, y por ahora no veía posibilidad de escapar. Allí estaba, en aquel patio,
rodeada de guardias que la custodiaban no sólo a ella, sino a todas las
mujeres, esclavos y esclavas de aquella “Fortalessa”.
El primer día que pasó allí,
sólo pensó en fugarse, no perdió ni un detalle de todos los rincones a los
que la llevaron, estudió cada movimiento de los guardias, cada entrada y
salida, todo lo que sus sentidos pudieron percibir, fue registrado hasta el más
mínimo detalle, pero no encontró forma humana de huir de allí.
El segundo día
añoró a su familia, a todos aquellos a los que no volvería a ver, sobre todo a
Gonzalo y a Alonso, las personas que más quería en este mundo, pero pronto comprendió
que aquello sólo le hacía daño y no la conducía a ninguna parte
excepto a la depresión.
Y el tercer día, comenzó a plantearse cómo
sobrevivir y qué podría hacer para despertar la atención de aquel hombre que aún
sin conocer ya temía como a su peor pesadilla.
Ahora estaba
atardeciendo, y pronto Al- Andalusí, elegiría a la mujer con la que desearía
pasar aquella noche. Desde aquel banco en el que se encontraba sentada, podía
ver el sol ocultarse lentamente en el horizonte marino. El espectáculo
era maravilloso, único e inigualable. Puede que aquella fuese su última puesta
de sol, lo que hacía que fuese tan especial para sus oscuros ojos almendrados.
Suspiró y
esperó a que el último rayo de sol se apagase. Entonces cerró los ojos
aguardando el momento que sabía que pronto llegaría. Escuchó unos pasos a su
espalda y un suave toque en su hombro derecho. Abrió los ojos y encaró a la
persona que se encontraba a su espalda. Era Fátima, la primera esposa. No
necesitó palabras para saber lo que venía a comunicarle. Había llegado su hora.
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