Capítulo 33


    Hacía una semana que había escapado con Martín del yugo de su esposo, Hernán. Desde ese momento su vida había dado un giro de 180 grados. No había vuelto a saber nada de Martín. Se encontraba perdida, sola y sin saber a dónde ir. Había conseguido llegar a Aranjuez donde pasó la noche en la taberna “La loma del puerco”. Allí la atendieron bien, pues un tío de Martín era dueño de la posada. Le dejaron una pequeña estancia donde poder descansar y pasar la noche.   
     Apenas pudo conciliar el sueño, no podía dejar de pensar en aquellos perros, en Martín solo en aquel bosque y en lo que él le había dicho. Le pidió que le esperase hasta el día siguiente y eso hizo, pero él nunca llegó. Lo que pasó después fue para ella el peor infierno por el que había pasado en su corta vida. 

     
     Salió de la taberna rumbo a Jaén, tal y como Martín habría deseado, con la esperanza de volver a encontrarse con él allí, pero nada salió como podría haber imaginado. Cuando se incorporó al camino que la conduciría a Andalucía, y después de preguntar a varios aldeanos, fue asaltada por unas mujeres que le robaron todo lo que tenía, el dinero, las joyas que su tío le había regalado y que adornaban con sencillez sus cuerpo... todo. En especial, se llevaron unas perlas que provenían de Asia según él le había contado y a las que Irene tenía enorme cariño, pues su tio se las dio el día de su decimoctavo cumpleaños.

   La dejaron con la ropa interior en medio de la nada, desprotegida y sin saber a dónde ir. Caminó día y medio hasta llegar a la Villa de Yepes. Mucha gente la miraba con pena, aunque la mayoría parecía sentir indiferencia, pues a pesar de su lastimoso estado era una pobre joven más como todos aquellos campesinos, con sus miserias y sus desgracias. Estaba agotada después de pasar toda la noche caminando, necesitaba beber y también sentía hambre por primera vez en su vida. 
    Se acercó a un puesto de fruta en la plaza Mayor y suplicó que le diesen una manzana, les juró que se lo pagaría, aunque ahora no tenía dinero, sin embargo nadie la ayudó. Comenzó a llover a cántaros, los puestos fueron recogidos y la gente abandonó la plaza, pero ella no tenía a donde ir.     

     Ahora estaba casi desnuda, hambrienta, sucia y empapada. Pasó frío también por primera vez. Se refugió en un portal con un pequeño techado, pero aún así la lluvia arreciaba cada vez más impetuosa y pronto tuvo que salir de allí.
     Anduvo por las callejuelas cubierta de barro y lágrimas, hasta que se topó con un convento. El Convento de San José y San Ildefonso de la orden de las Carmelitas Descalzas.


     La fachada obedecía al austero estilo carmelita rematada en frontón triangular con óculo y portada de medio punto sobre la que se situaba el santo titular. Irene llamó a la puerta con todas sus fuerzas, sabía que las monjas no la dejarían a su suerte. Había pasado casi toda su vida en un convento en Italia y sabía que podía confiar en aquellas buenas mujeres que sacrificaban su vida a Dios. Esperó un par de minutos, comenzó a dudar de sí misma y de su suerte. Perseveró en el intento y finalmente la puerta se abrió. Una anciana de piel blanca como la cal y sonrisa amable se dirigió a ella. Vestía una túnica del característico color carmelita, sujeta con una correa, toca larga y encima de ella un escapulario con escote trapezoidal.

- ¿Qué la trae a la casa de Dios joven?- dijo con voz suave y serena.
- Por favor hermana, necesito refugio, he sido asaltada en el camino y ahora no tengo a donde ir- Irene estaba verdaderamente desesperada.

    Muchos ciudadanos acudían desesperados al convento para solicitar socorro. Las monjas hacían lo que podían, aunque no siempre podían dar refugio. Sin embargo, la anciana mujer vio algo hermoso y puro en los ojos de Irene y no pudo resistir el impulso de dejarla pasar, aún sin pedirle permiso a la hermana superiora.
- Pasa pequeña, estás empapada, cogerás un buen resfriado si sigues ahí fuera.- le dijo mientras la conducía adentro.
     
     Atravesaron el claustro y llegaron a una enorme puerta que conducía al refectorio. La hermana la dejó allí, y le pidió que esperase tan sólo un momento, pues debía hablar con sus hermanas. Al cabo de unos minutos, llegó acompañada de la madre superiora y otra hermana más. Ambas la miraron de arriba a abajo serias pero sin perder la amabilidad en sus ojos.
- ¿Cómo te llamas joven?- preguntó la hermana superiora.
     Irene estuvo a punto de decir su nombre, pero en el mismo instante en que sus labios se separaban para hablar, se corrigió a sí misma, pues no podía dar pistas sobre su paradero y no quería que nadie la encontrara.

- Me llamo Ana- contestó pronunciando el primer nombre que se le vino a la cabeza.
- Ana, te ayudaremos. Dejaremos que te quedes con nosotras un tiempo, hasta que puedas salir adelante. Siempre que nos ayudes en las tareas del convento.¿sabes trabajar con las manos?



     La madre superiora veía el estado calamitoso en el que se encontraba, pero algo le decía a juzgar por su aspecto lozano , la buena alimentación que parecía haber tenido y la suavidad de sus manos, que aquella mujer era algo muy distinto a lo que aparentaba. No sería la primera, ni la última joven de buena posición que huía de su familia por asuntos de diversa índole, aunque la mayoría de las veces por un hombre o por la vergüenza al castigo al deshonrar a su familia.
- Por supuesto hermana, se trabajar en el huerto y también soy una gran devota de Santa Teresa de Jesús.- Irene comenzó a rezar.
      Aquello terminó de convencer a la hermana sobre sus suposiciones.
- Hermana Cecilia, acompañe a esta joven a su celda, quiero que sea usted su protectora. Después encárguese de que se asee, se vista y coma algo. – Dicho esto, la hermana y la madre superiora volvieron a entrar en el refectorio.


      Desde entonces había pasado ya una semana. Pronto se habituó a la vida del convento. Se sentía cómoda en un ambiente conocido por ella, haciendo en realidad lo que siempre había hecho desde que era una niña. Ahora se sentía ella misma y no como una extraña en un mundo frívolo y calculador. Se sentía también, protegida y segura, alejada del palacio de la marquesa de Santillana y de su esposo Hernán. Sólo Martín la hundía en la tristeza y la pesadumbre.
      Se obligaba a sí misma a creer que estaba vivo y rezaba a diario por él y porque volvieran a encontrarse.
- ¡Ana!- la llamó la hermana Cecilia, su protectora- Ayúdame a plantar estos tomates.
       Irene obedeció al instante. Se arremangó la ropa por encima de los codos y comenzó a hurgar en la tierra. Las hermanas estaban nerviosas, esperaban la llegada de una monja muy especial, que había pasado los últimos quince años en las misiones de América. Por eso se esmeraban en prepararlo todo para darle una sorpresa. Era una mujer muy querida por todas ellas. Pronto llegaría, probablemente esa misma semana. Se llamaba Isabel……Isabel de Montijo.

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