Se acercaba la
hora del almuerzo en el Palacio de la Marquesa , las cocinas trabajaban a
pleno rendimiento para satisfacer los diversos gustos de los habitantes de
palacio. Cordero para el comisario y Nuño, que amaban la carne, y
ensalada de frutas y verduras variadas para la marquesa, Irene y Eugenia. La
primera porque deseaba cuidar su aspecto y mantener su belleza y las otras
porque no toleraban el sufrimiento de los animales Así mismo, la servidumbre se
esforzaba como nunca, para elaborar los mejores postres que hacían las
delicias del Cardenal, que hoy pasaría la velada junto a todos ellos.
El motivo era
por supuesto, acudir al ajusticiamiento de Richard Blake, que sería quemado
en la hoguera al anochecer. Irene se
encontraba en sus aposentos, muy alterada y preocupada por los acontecimientos
que había vivido la pasada noche. El comisario por primera vez desde su
boda, había intentado consumar el matrimonio. Le había pedido un hijo. Aquel
requerimiento le produjo un fuerte ataque de ansiedad y angustia, por
el que tuvo que recibir ayuda del médico. Sabía que sería difícil volver a
evadir su obligación como esposa, y eso la torturaba inmensamente. Conocía a lo
que se exponía y comenzaba a valorar la posibilidad de huir de aquel palacio.
Martín y ella estaban enamorados, era un secreto a voces, excepto para
su tío, que no habría dudado en eliminar a ese sucio patán si hubiese
conocido aquel detalle. Hacía muy poco, Irene y Martín habían descubierto una
forma segura de comunicarse. Utilizaban el confesionario de la capilla del
palacio para ello. De este modo, habían decidido emprender la marcha aquella
misma noche, aprovechando aquel monstruoso y truculento espectáculo
que se expondría en la plaza de la Villa. Ella fingiría sentirse indispuesta y
marcharía de nuevo a palacio, y ese sería el momento más oportuno para
su huida. Llamaron a la
habitación con suaves golpes.
- Señora-
habló Catalina.- La comida pronto estará servida. Todos la están esperando.
- Gracias
Catalina- respondió Irene con dulzura. Sentía un gran cariño por el ama de llaves,
que a pesar de estar en desacuerdo con la relación que habían mantenido ella
y su sobrino, siempre la había ayudado- Voy enseguida.
Lucrecia y el
Cardenal conversaban afablemente en la mesa, mientras Hernán mantenía una
incómoda charla con Eugenia, que en vano intentaba convencerle
sobre los derechos de los ciudadanos y la reducción de las penas y castigos con
motivo de hurtos, robos y oposición a la autoridad.
- La relación
con los ciudadanos de a pie mejoraría mucho si se les diese un voto de
confianza- defendía ella- También necesitan sentirse apoyados por la autoridad y no
sólo actuar sometidos al miedo.
Hernán la
respetaba por su nobleza, y sólo por eso mantenía la cordialidad y el respeto en
aquella absurda discusión.
- Esa gente no
tiene educación, son animales y deben ser tratados como lo que son.
- Hernán-
repuso la marquesa que inesperadamente se había unido a aquella conversación-
olvidas de donde provienes….- sus rencillas con Hernán la animaban a
ridiculizarlo constantemente, lo cual le producía gran deleite.
- ¿Y cuál es
la opinión de la
Iglesia Cardenal Mendoza?- preguntó Eugenia.
- Querida,…-
comenzó a hablar él con su habitual tono falsamente afectuoso y envuelto en
malignidad- el pueblo es el rebaño que debe ser conducido hacia la gloria de
Dios. El pastor muchas veces ha de ser duro con aquellos animales que dependen
de él. El pecado debe ser limpiado y erradicado…a veces el sufrimiento es
el camino que exige Dios, nuestro señor para tal fin.
Eugenia estaba
a punto de rebatir aquella absurda respuesta, pero el joven Nuño entró en
la sala cambiando vertiginosamente el hilo de la conversación.
- Madre, no te
lo vas a creer- comenzó a narrar emocionado.
- Nuño, ¿Acaso
no te he dado una educación?
El niño hizo
el ademán de saludar y siguió su discurso. Su madre alzó una ceja y miró al
cardenal con gesto de disculpa.
- El maestro
tiene novia, y hoy no hemos tenido clase.
Todo el placer
que la avivaba hacía tan solo unos segundos se vino abajo al escuchar las
palabras de su hijo.
-¿Y se puede
saber quién es esa mujer?- Preguntó Lucrecia con marcado disimulo-¿nuestra
costurera quizá?
Hernán miró a
Lucrecia, dolido por aquella confesión velada que la marquesa acababa de
hacer. Parecía ser que seguía encaprichada del maestro. ¿Por qué si no esa
curiosidad?
- No madre-
dijo Nuño, mientras se sentaba a la mesa y tomaba una pata de cordero.- Parece que es una desconocida a la que ni siquiera su hijo ha visto nunca.
Esto último
interesó muchísimo a Hernán, que inmediatamente quiso conocer más detalles
sobre aquella misteriosa mujer.
- ¿Es una
mujer morena, Nuño?
- No la he
visto, pero me ha parecido escuchar que es muy hermosa.
Había algo en
todo aquello que puso a Hernán sobre aviso. Una mujer recién llegada en
casa del maestro. Nunca le había gustado Gonzalo, del que siempre había recelado
por numerosas razones. Investigaría a esa mujer. Algo le decía que había algo
inusual y extraño en aquella noticia aparentemente corriente.
- Catalina-
clamó Lucrecia- ¿qué le han echado a la comida?- hizo una mueca de asco y se
levantó de la mesa con marcados aspavientos.- Discúlpenme, me siento
indispuesta, me retiro a descansar.
- ¿Estás bien
Lucrecia?- Hernán se levantó de la mesa para ayudarla, aunque sabía la razón
de aquella súbita dolencia.- Te acompaño a tus aposentos.
- No es
necesario Hernán- profirió la
Marquesa visiblemente molesta. Sé llegar sola.
Eminencia.- hizo una pequeña genuflexión y se marchó del salón.
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