Capítulo 18


     De nuevo en el palacio de la marquesa, todos se preparaban para salir hacia la plaza de La Villa. Margarita, que ya había terminado su trabajo, se disponía a emprender el camino de vuelta a casa junto con Catalina y Martín. Acababan de subir al carro cuando de repente, recordó haberse dejado su mantón verde en la habitación de la costura. La noche estaba húmeda y no quería coger frío con el relente.
- Ay….- exclamó- Mi mantón…
- Margarita hija, que día llevas, estás descentrada, si es que vas de despiste en despiste, ¿en qué estarás pensando?- Catalina lo dijo sin pensar, y se arrepintió al instante.

- Perdona cariño ¿cómo no vas a estar como estás, con lo que tienes encima?
- Es que he tenido un día muy movido con la marquesa, que se gasta un carácter la jodia…
- Es una arpía- farfulló Martín.
- ¡¡Sobrino!!- exclamó Catalina- te tengo dicho que te amarres la lengua mientras estás en palacio…bueno y cuando no estás aquí también, que cualquier día tenemos un disgusto.
- Tú también lo dices tía- respondió él.
- Pero yo sé cuándo y dónde puedo decirlo. Las paredes tienen ojos en esta casa Martín, y más de diez pares de oídos que no pierden detalle de cada palabra que sale de tu boca.

      Margarita dejó a su amiga y su sobrino, y marchó rápidamente escaleras arriba para recuperar su chal. Estaba a punto de llegar a su destino, cuando casi choca contra Lucrecia.
- Margarita…ten más cuidado, ¿a dónde crees que vas corriendo de esa forma? Es indecoroso en una dama…aunque tú...bueno, no creo que te afecte demasiado algo así.- La marquesa de nuevo disfrutaba de su lengua pérfida y maquiavélica.
- Marquesa, si me disculpa, sólo he venido a por mi chal.- musitó Margarita.

     No había dado ni dos pasos cuando Lucrecia la interrumpió. La noticia de la llegada de aquella misteriosa mujer a la villa la había afligido, y no encontraba mejor forma de aliviar su afección que mortificar a la mujer que más había despreciado y envidiado a partes iguales durante toda su vida.

- He oído que Gonzalo ya tiene a una mujer en su casa. ¿No es cierto?- Margarita no contestó.
- Margarita- susurró Lucrecia acercándose venenosamente a ella- no te hagas la tonta, ¿acaso pretendes fingir que no te importa?
- Gonzalo es mi cuñado- murmuró ella en un tono bajo y sin mirar a la cara a aquella mujer que pretendía apesadumbrarla.
- Qué estúpida eres Margarita, caes en el mismo error una y otra vez. Sin lugar a dudas no eres merecedora de un hombre como Gonzalo- Lucrecia la tomó de la barbilla para que la costurera la mirara a los ojos, que estaban llenos de odio y animadversión- Hasta tu propia hermana, la santita, te lo robó.

     Lucrecia sabía lo que dolerían estas palabras a la costurera, era plenamente consciente de su poder sobre ella. Se dio la vuelta y emprendió su marcha escaleras abajo, aunque esta vez fue Margarita la que tuvo la última palabra.


- También te lo robó a ti.
- Touché- pensó Lucrecia.- torció el gesto en un rictus que expresaba toda su furia contenida. Deseaba con todas sus fuerzas acabar con esa mujer, aplastarla para siempre como a una sucia cucaracha, pero tendría que esperar al momento oportuno, y se juraba a si misma que esta vez no habría ningún error.

       Margarita tomó el camino a la habitación donde había dejado su mantón caminando totalmente enajenada. Estaba tan perdida en sus pensamientos de cólera que se equivocó en su camino y de forma casi automática, entró en una sala suavemente iluminada por engalanadas antorchas. La sala de armas. Se sorprendió a si misma ensimismada, admirando aquella colección de espadas, pistolas, picas y armaduras entre otras que no sabía reconocer. Pero su foco de atención fue directo a una estilizada espada ligeramente curva y de hoja afilada, portadora de un emblema y adornada en su empuñadura por unas plumas rojas. El símbolo del hombre que tantas veces la había salvado y del
que quizá, aun no estaba segura, ya estaba perdidamente enamorada.


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