De nuevo en el
palacio de la marquesa, todos se preparaban para salir hacia la plaza de La Villa. Margarita ,
que ya había terminado su trabajo, se disponía a emprender el
camino de vuelta a casa junto con Catalina y Martín. Acababan de subir al
carro cuando de repente, recordó haberse dejado su mantón verde en la
habitación de la costura. La noche estaba húmeda y no quería coger frío con el
relente.
- Ay….-
exclamó- Mi mantón…
- Margarita
hija, que día llevas, estás descentrada, si es que vas de despiste en despiste,
¿en qué estarás pensando?- Catalina lo dijo sin pensar, y se arrepintió al
instante.
- Perdona
cariño ¿cómo no vas a estar como estás, con lo que tienes encima?
- Es que he
tenido un día muy movido con la marquesa, que se gasta un carácter la
jodia…
- Es una
arpía- farfulló Martín.
- ¡¡Sobrino!!-
exclamó Catalina- te tengo dicho que te amarres la lengua mientras estás
en palacio…bueno y cuando no estás aquí también, que cualquier día
tenemos un disgusto.
- Tú también
lo dices tía- respondió él.
- Pero yo sé
cuándo y dónde puedo decirlo. Las paredes tienen ojos en esta casa Martín, y
más de diez pares de oídos que no pierden detalle de cada palabra que
sale de tu boca.
Margarita dejó
a su amiga y su sobrino, y marchó rápidamente escaleras arriba para recuperar
su chal. Estaba a punto de llegar a su destino, cuando casi choca contra
Lucrecia.
-
Margarita…ten más cuidado, ¿a dónde crees que vas corriendo de esa forma? Es indecoroso
en una dama…aunque tú...bueno, no creo que te afecte demasiado algo
así.- La marquesa de nuevo disfrutaba de su lengua pérfida y maquiavélica.
- Marquesa, si
me disculpa, sólo he venido a por mi chal.- musitó Margarita.
No había dado
ni dos pasos cuando Lucrecia la interrumpió. La noticia de la llegada de
aquella misteriosa mujer a la villa la había afligido, y no encontraba
mejor forma de aliviar su afección que mortificar a la mujer que más había
despreciado y envidiado a partes iguales durante toda su vida.
- He oído que
Gonzalo ya tiene a una mujer en su casa. ¿No es cierto?- Margarita no
contestó.
- Margarita-
susurró Lucrecia acercándose venenosamente a ella- no te hagas la tonta,
¿acaso pretendes fingir que no te importa?
- Gonzalo es
mi cuñado- murmuró ella en un tono bajo y sin mirar a la cara a aquella mujer
que pretendía apesadumbrarla.
- Qué estúpida
eres Margarita, caes en el mismo error una y otra vez. Sin lugar a dudas no
eres merecedora de un hombre como Gonzalo- Lucrecia la tomó de la barbilla
para que la costurera la mirara a los ojos, que estaban llenos de odio y
animadversión- Hasta tu propia hermana, la santita, te lo robó.
Lucrecia sabía
lo que dolerían estas palabras a la costurera, era plenamente consciente de
su poder sobre ella. Se dio la vuelta y emprendió su marcha escaleras
abajo, aunque esta vez fue Margarita la que tuvo la última palabra.
- También te
lo robó a ti.
- Touché-
pensó Lucrecia.- torció el gesto en un rictus que expresaba toda su furia
contenida. Deseaba con todas sus fuerzas acabar con esa mujer, aplastarla
para siempre como a una sucia cucaracha, pero tendría que esperar al momento
oportuno, y se juraba a si misma que esta vez no habría ningún error.
Margarita tomó
el camino a la habitación donde había dejado su mantón caminando
totalmente enajenada. Estaba tan perdida en sus pensamientos de cólera que se
equivocó en su camino y de forma casi automática, entró en una sala
suavemente iluminada por engalanadas antorchas. La sala de armas. Se sorprendió a
si misma ensimismada, admirando aquella colección de espadas, pistolas,
picas y armaduras entre otras que no sabía reconocer. Pero su foco de atención
fue directo a una estilizada espada ligeramente curva y de hoja afilada,
portadora de un emblema y adornada en su empuñadura por unas plumas rojas.
El símbolo del hombre que tantas veces la había salvado y del
que quizá, aun no estaba
segura, ya estaba perdidamente enamorada.
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