Capítulo 20


     El ambiente estaba enrarecido en el palacio de la marquesa. De forma accidentada, aunque escoltados por la guardia, consiguieron salir de la plaza sin poder evitar algunos empujones. Lucrecia no tenía muy buen aspecto, pues el elaborado moño que llevaba se había descolgado desequilibrando su rostro, y su vestido estaba lleno de polvo y muy arrugado.
       El cardenal había optado por volver a palacio para asegurarse de que su joven sobrina estaba bien y había vuelto a salvo. La servidumbre recibió con extremo cuidado a los moradores de la casa, pues si algo temían, era el carácter que gastaba la marquesa y las consecuencias que pudiera tener su humor para con ellos.
- Necesito un baño, ¡ya!- gritó Lucrecia que estaba visiblemente alterada.
      Dos de sus sirvientas se pusieron manos a la obra.
- En seguida señora marquesa- dijeron obedientemente casi al unísono.

      El cardenal, cuya indignación parecía darle un tono más rojo del habitual, no dejaba de quejarse por lo que había ocurrido, y el blanco de sus acusaciones parecía ser el comisario, jefe de la seguridad en aquel acontecimiento.
- Es inadmisible que algo así haya ocurrido- volvió a repetir una vez más.
- No es la primera vez que el águila roja sabotea nuestro trabajo ilustrísima respondió Hernán visiblemente incómodo.


- Me da igual ese Águila Roja, son ustedes unos peleles e incompetentes. Usted el primero. Es vergonzoso que ese enmascarado siga vivo, ¿Cuantos oficiales y guardias son necesarios para acabar con él? Es sólo un hombre- Esto último lo dijo alzando mucho la voz.
- Tenemos razones para pensar que tiene un ayudante- argumentó Hernán.
- ¿Otro enmascarado?
- No lo sabemos.
- Son ustedes una escoria. Y si usted no estuviese casado con mi sobrina Comisario, puedo asegurarle que haría todo lo posible por hundir su carrera militar, no lo olvide.
     Hernán sabía a lo que se refería el cardenal, ya que había intentado asesinarlo una vez para deshacerse de él. Aquel hombre era una serpiente y debía cuidarse muy bien de sus planes.

- Se hace tarde y debo irme- volvió a hablar Mendoza- quiero ver a mi sobrina.
- Marta-dijo la marquesa- ve a buscar a Irene.
- Ahora mismo señora.
     La joven sirvienta se dirigió velozmente a los aposentos de Irene. Maldecía su suerte por haberse tenido que quedar aquella noche en palacio. Llamó a la puerta suavemente.
- ¿Señora Irene?- dijo Marta- Señora... su tío el cardenal la reclama- añadió- ¿¿¿Señora????- insistió de nuevo.
    Marta abrió la puerta lentamente. La habitación estaba totalmente en penumbra, sin lugar a dudas Irene no se encontraba allí. Tuvo miedo por el papel que le había tocado representar. Si no estaba allí y tampoco venía con los señores, ¿dónde estaba? Corrió a las cocinas y preguntó a Jacinta, la cocinera, si había visto a la joven.
- La señorita Irene no ha vuelto Marta.- le aseguró.
      Jacinta estaba segura de ello, porque su marido era el cochero de palacio y si en algún momento hubiese vuelto antes que su señora, ella lo habría sabido.
      La joven criada volvió al salón donde aún estaban todos esperando a la joven. Se quedó en la puerta y llamó a Lucrecia.
- Señora, ¿puede venir un momento?


       El cardenal estaba mirando por la ventana y no se percató de la llegada de la criada. Lucrecia salió de la habitación y escuchó lo que tenía que decirle su joven sirvienta. Por el tono de su voz advirtió que debía ser cauta y no alterar al cardenal.
- ¿Qué pasa Marta?- preguntó Lucrecia preocupada y visiblemente molesta.
- La señorita Irene no se encuentra en palacio, señora. Ni siquiera ha vuelto.
- No puede ser… ¿Dónde se ha metido esa estúpida?-susurró Lucrecia.
   
    Lucrecia comenzó a maquinar velozmente lo que le diría al cardenal. Si Irene hubiese desaparecido, en principio no tendría por qué afectarla, pero Hernán podría verse gravemente perjudicado. Ambos tenían una relación de amor y odio. Eran seres muy pasionales que se movían esencialmente por sus deseos e impulsos más primarios. Había mucho en común entre ellos, la ambición, el deseo de poder y escalar posiciones sociales, la mezquindad, la hipocresía, pero por sobre todas las cosas, lo que más les unía era su hijo. Lucrecia jamás reconocería que Hernán era el padre de Nuño, pero sabía lo importante que era el comisario para él. Intentaba negarse a si misma los sentimientos que además tenía hacia su compañero de perversidades, lo cual había desencadenado en los últimos tiempos fuertes arrebatos y reacciones desmedidas de celos y rencor. Todo ello la impulsó a tomar la decisión de protegerle. Volvió sobre sus pasos, entró en el salón y se dirigió al cardenal con una de sus mejores máscaras.
-Ilustrísima, su sobrina se encuentra indispuesta y no puede presentarse ante usted- dijo Lucrecia, esperando que el cardenal no insistiese.
- Iré a verla a sus aposentos- repuso él con un ligero rictus de preocupación.
     Ya había comenzado a moverse cuando ella le tomó del brazo con su habitual persuasión.
- Cardenal, Irene ha solicitado expresamente que nadie la “moleste” ni siquiera su esposo- Lucrecia intentó con todas sus fuerzas ser convincente.
- Está bien…me hubiera gustado despedirme de ella. Mañana mismo a primera hora salgo de viaje con destino a Italia. No volveré hasta pasado el verano- se interrumpió dirigiéndose exclusivamente a Hernán- Espero que para entonces hayan buenas noticias respecto al asunto que acordamos y confío en que esta vez haga bien su trabajo.
     El cardenal dirigió un último saludo a la marquesa y salió de la sala. Lucrecia miró a Hernán con preocupación.
- Hay algo que debes saber…


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