Martín e Irene
cabalgaban juntos en lo más profundo del bosque. Llevaban una hora de camino
y pronto necesitarían descansar. Martín conocía una pequeña granja
abandonada donde podrían pasar la noche resguardados de los animales y la
humedad. Iban con lo puesto, para no levantar sospechas, con tan sólo el
caballo de Irene, que él se había encargado de sacar de las caballerizas
dejándolo en un lugar estratégico a la salida de la villa. Tenían miedo, pues
sabían a lo que se estaban exponiendo, pero no había otra salida.
Irene llevaba
bien sujeta una pequeña bolsita llena de maravedíes, con la que esperaban
sobrevivir durante algún tiempo. Su destino era incierto, no tenían ni idea de
cómo huirían del poder del Cardenal y sus influencias, pero sabían que debían
intentar pasar desapercibidos. Irene también sabía que debía deshacerse de
sus ropas de noble para ello, y tendría que hacerlo lo antes posible. Nadie
podía conocer su verdadera identidad.
Por fin
llegaron a la granja. Martín ató al caballo en la parte trasera, de forma que estuviese
menos visible. Ayudó a Irene a bajar y la abrazó fuertemente.
- Tengo miedo
Martín- murmulló ella aún abrazada a él.
Él le tomó la
cara mientras le acariciaba el pelo.
- No debes
tenerlo Irene, daría mi vida por ti.
- No digas
eso… es lo que más temo. ¿Qué vamos a hacer?- le preguntó con el suave tono que
la caracterizaba.
Irene era una
joven inocente y frágil, que había pasado su vida haciendo todo lo que su
autoritario tío le ordenaba .Siempre fue atento y cuidadoso con ella, pero ella
sabía que también era un hombre poderoso y comprometido, y que muchos le temían.
Ahora ella también lo hacía. Sabía que no podría perdonarle lo
que había hecho y sobre todo era consciente de que no dudaría ni un momento
en acabar con Martín. Ella no podía permitirlo pues estaba perdidamente
enamorada de él. Lo único que deseaba, era pasar la vida junto a él, no le
importaba ser pobre, claro que tampoco sabía lo que podría esperarle.
Siempre había estado envuelta entre algodones.
- Vayamos
dentro- le dijo Martín. La tomó de la mano y la condujo al interior.
Pronto preparó
un fuego para que pudieran calentarse y también iluminar un poco aquel
lugar. Limpió con cuidado una zona que parecía estar seca y resguardada de
la humedad y echó sobre ella una manta, que había preparado y que llevaba
en el caballo. Allí se tumbaron. Entonces Irene comenzó a sollozar. Él
la acunó como a una niña pequeña, la consoló y le besó los párpados.
- Te amo- le
dijo- Y no dejaré que te hagan daño.
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