Capítulo 25


     Una decena de caballos al galope acompañados de grandes perros entrenados para la caza rastreaban los bosques cercanos a la villa. Se habían alejado bastante del núcleo urbano, en torno a cinco leguas de distancia. Llevaban toda la noche buscando a Irene sin descanso y ahora por primera vez los perros parecían estar siguiendo un rastro.
-¡Por aquí señor comisario!, los perros han encontrado algo- gritó uno de los guardias.
      El comisario bajó del caballo, estaba exhausto y comenzaba a hacer calor. Se acercó a los perros y con sumo cuidado tomó lo que habían encontrado. 


     Se trataba de un pañuelo, era de Irene sin ninguna duda. Tenía grabadas sus iniciales en hilo de oro con letras historiadas. Los perros estaban frenéticos, y el comisario por primera vez en aquella larga noche se unía a ellos, pues sabía que debía estar muy cerca de su objetivo.

- ¡Montad de nuevo!, los perros nos guiarán, debemos estar cerca- ordenó.

      Martín e Irene se disponían a salir de la abandonada granja en la que habían pasado la noche. Parecían más enamorados que nunca, con ese brillo en los ojos y aquellos gestos colmados de ternura en las parejas que acaban de empezar una relación. Tenían miedo, por supuesto, pero algo más fuerte les otorgaba la ilusión y la motivación necesaria para seguir adelante, fuese lo que fuese lo que les deparara el futuro. Montaron a caballo y comenzaron a avanzar. Iban juntos en el mismo caballo, así que no podían exigir demasiada velocidad. Intentaban tomar la decisión de cuál sería su destino.


      Martín quería ir al campo, y ganarse la vida como siempre lo había hecho. Era un buen trabajador y daría el callo. Decían que en Jaén había mucho trabajo en los campos de aceituna. Sí, Andalucía podría ser un buen destino, y estaba lo suficientemente alejado de la Villa y el comisario.

- ¿Has viajado alguna vez a Andalucía?- le preguntó él.
- No…pero mi tío me dijo una vez que es una tierra muy hermosa, donde siempre reina el sol.
- Sí…- susurró él mientras le mordía el cuello- lo cierto es que pasaremos mucho calor- había algo pícaro en su voz.
- Martín...- se quejó ella medio enfadada y medio divertida.

     Durante el corto trayecto que llevaban realizado desde su salida de la granja, el único sonido que les acompañaba era el de los cascos del caballo que hacían crepitar las ramas que pisaba al pasar, y el dulce trinar de los pájaros.
     Sin embargo ahora se había unido el rumor lejano de unos perros, que ladraban incesantemente.
-¿Has oído eso?- dijo Irene repentinamente asustada.
- No...
- Escucha atento.
     Entonces Martín lo oyó. No tenía un oído tan fino como el de Irene, que había sido educada desde pequeña para la música, pero si ponía atención, sí lograba percibirlo. Podía ser simplemente una cacería…No, no podían confiarse, debían acelerar el paso. El tiempo fue pasando y el sonido de los perros se fue acrecentando, ahora acompañado de los cascos de varios caballos.
- No es una cacería Martín- habló Irene nerviosa.- ¿Y si vienen a por nosotros?
     Martín ya lo sabía, pero no había querido asustarla. Sin embargo, ahora debía tomar una decisión. Pronto les alcanzarían.
- Irene, voy a bajar del caballo.
- ¿Qué?- la joven estaba aterrorizada.
- Si fuese el comisario, sin duda nos atraparían, conmigo encima es imposible que huyamos.
- No Martín, por favor no me hagas esto…no puedo…- la joven comenzó a sollozar.
- Sigue avanzando recto por el camino y llegarás a Aranjuez al atardecer. Espérame allí. Hay una posada, “La Loma del Puerco”; tengo un tío que trabaja allí, dile que eres amiga mía, te atenderá bien. Si mañana al atardecer no he llegado, vete.
- No…no, Martín, vámonos juntos.
       Martín bajó rápidamente del caballo. Ella se agachó y le agarró fuertemente la mano. Se sentía incapaz de hacer nada sin él. Martín la besó apasionadamente consciente de que podía ser la última vez que la viese.
- Huye Irene, huye.- dio una palmada al caballo que salió corriendo al galope.
       Ella le miraba llorando mientras se alejaba con su larga melena ondeada por el viento.
    Los perros se acercaban, podía sentirlos cada vez más próximos. 

    Pudo ver entonces varios caballos a lo lejos y fue entonces cuando empezó a correr.
     Pronto comenzó a ser perseguido por los perros que se habían adelantado a los hombres. Martín corría dando grandes zancadas firmes y seguras mientras miraba hacia atrás para asegurarse de que aún le perseguían. Los había despistado. Irene ya debía llevarles suficiente ventaja. Atravesó una pradera, corrió y corrió pero uno de aquellos animales estaba a punto de darle alcance.

     Estaba acorralado. Se aproximaba a un barranco de pronunciada pendiente. Pronto no tendría escapatoria. Entonces sonó un tiro. Sintió que algo caliente le recorría la espalda, le quemaba...le abrasaba. Perdió el equilibrio justo cuando estaba a dos pasos de llegar a aquel barranco. Cayó, rodó por la tierra golpeando algunas piedras y finalmente quedó tendido y e inmóvil en el fondo de aquel enorme agujero.
      Al cabo de unos segundos los hombres fueron llegando. Desde arriba pudieron ver a Martín sucio, ensangrentado y manchado de tierra y lodo, pero no lo reconocieron.
- Comisario- habló Pedro.- Los perros perseguían a un hombre.
      El comisario se acercó al precipicio y miró hacia abajo.


- No es más que un pobre diablo.- dijo en un tono despectivo.
- ¿Recuperamos el cuerpo?- preguntó el oficial.
- No será necesario, ya está enterrado, los animales harán su trabajo.
      Dicho esto, se dio la vuelta y procedió a montar de nuevo en su caballo, pero antes de hacerlo algo le alertó. Los perros olfateaban y daban patadas a la hierba verde en una zona de la pradera algo más alejada de donde ellos se encontraban. Parecía que intentaban desenterrar algo.
- Guardias, ¡Venid conmigo, los perros han encontrado algo!- vociferó.
      Ayudaron a los perros a desenterrar lo que fuese que habían encontrado. Hernán temía encontrar a Irene muerta. No era descabellado pensar en una posibilidad como esa. No era la primera vez que Irene desaparecía y el cardenal tenía numerosos enemigos. Cualquiera podría haber intentado hacerle daño utilizando a su sobrina. Siguieron excavando hasta encontrar aquello que volvía locos a los perros. Era un cuerpo. Hernán se apresuró a corroborar lo que momentos antes temía. No, no era Irene, pero si era el cadáver de alguien. Un hombre, en avanzado estado de descomposición pero aún reconocible. Su ensortijado pelo negro y su ropa le delataron. Era Floro, el barbero de la Villa, marido desaparecido de Catalina.

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