Capítulo 27


    El agotamiento comenzaba a hacer mella en su cuerpo, y su ánimo también se estaba viendo afectado. Habían transcurrido cuatro días de viaje apenas sin descanso, tan sólo lo suficiente para que su caballo “Minero” no reventase por el esfuerzo. Además una fuerte borrasca había azotado media España, con lo cual, habían viajado acompañados por la potente lluvia y el constante bramido de los truenos. Ahora, por fin habían llegado a Cádiz, el mar los envolvía y el viento de levante azotaba su rostro. El brillante sol que adornaba un maravilloso cielo azul, parecía darle la bienvenida tras su largo y vertiginoso trayecto.
- Ya queda poco- le habló Gonzalo a su compañero de fatigas- aguanta un poco más…
    Galopaban a toda velocidad y acababan de atravesar la Isla de León, un enclave muy hermoso, rodeado por marismas. La Isla, estaba separada del resto de la Península Ibérica, por el Caño de Sancti Petri, brazo de mar que se extendía desde las aguas de la Bahía hasta el Océano Atlántico. A su vez, se separaba de Cádiz por un largo y estrecho camino, desde el que podía verse el océano atlántico a la izquierda y la bahía a la derecha. 


     Era un lugar precioso, pero aquel camino se le hacía a Gonzalo eterno a pesar de la belleza del
entorno. Podía ver los barcos a lo lejos, fragatas, galeones, goletas, bergantines, cada buque era distinto, hijo de su padre y de su madre. Le recordó al largo tiempo que pasó en el mar. Al fin, tras más de media hora de duro galope, llegó al puerto de Cádiz, donde se encontraban atracados infinidad de barcos. Aquel enclave tenía una larga historia de pueblos antiguos, fenicios, griegos y cartaginenses… Gonzalo amaba la cultura y conocía ampliamente su historia. Pero ahora, nada de ello le interesaba.
    Nunca había rezado, pues no era un hombre de fe, se dejaba llevar más por la razón, pero en ese momento, se sorprendió a sí mismo haciéndolo, pidiendo a Dios, si acaso existía, que no se la hubieran llevado, que aquel barco aún no hubiese zarpado. Bajó del caballo y lo arrastró hasta el muelle. Buscó, con su aguda vista en los alrededores algún rastro de aquellos hombres que había visto en la taberna de Cipri y de Margarita. Era una locura, ¿cómo sabría si habían tomado el barco o no, y a donde se dirigían? Se sintió absurdo, allí parado entre el gentío, perdido como un niño abandonado sin saber a dónde ir.


    Una señora de avanzada edad asaba castañas cerca de donde se encontraba. El caballo de Gonzalo luchaba por acercarse a aquel lugar, mientras él intentaba controlarlo.
- Joven- lo llamó la anciana- ¿quiere unas castañas?- le dijo la señora con mucha gracia- Creo que le harían falta, pues lo veo un pelín esmirriao -continuó diciendo ella.
- Gracias señora, estoy buscando a una joven, morena, atractiva de ojos negros y piel tostada. Probablemente iba a acompañada por unos hombres, uno de ellos alto, orondo, entrado en carnes y de pelo rubio. Ya sé que es una locura que la haya visto entre tanta gente,…- Gonzalo no daba crédito a sus propias palabras, realmente estaba desesperado.
    La mujer lo miró a los ojos, asombrada por su belleza  y, sobre todo, por su educación. No estaba acostumbrada a que la trataran de señora, normalmente era “la vieja de las castañas”. No veía muy bien, pues sus ojos estaban inundados de cataratas, pero poseía un oído muy fino, y una mente muy vivaz, a pesar de los años.


- ¿Margarita Hernando?- dijo, con voz dubitativa.
- Síiii…..- Gonzalo no podía creer lo que escuchaba, aquella anciana sabía su nombre. La tomó de los hombros con cuidado y le insistió.- ¿Cuándo la ha visto? ¿Sabe a dónde se dirigió?
- Lo siento mucho joven, pero la mujer que buscas fue subida al barco a la fuerza después de caer al agua. Creo que intentaba huir.
- ¿Y el barco?, ¿Dónde...?
- Zarpó hace ya media hora…
    La señora siguió hablando, pero él ya no escuchaba. Esta vez sí que la había perdido para siempre. Por su cobardía, por no haber sabido valorarla. Gonzalo volvió a sentir lo mal que se lo hizo pasar cuando llegó de Sevilla, su maltrato, sus duras palabras...De nuevo la vida se había empeñado en separarlos, aunque esta vez la había perdido por estúpido, por su testarudez…la había tenido en casa, ¿cuántas oportunidades tuvo de decirle lo que sentía? Sin embargo, se había  empeñado en que lo olvidase. El sabía que ella aún lo amaba, y ahora ella desaparecía quizá para siempre sin saber que la correspondía y con la amargura quizá de pensar que nunca la quiso, por esa carta que leyó dirigida a su esposa. Se recordó a sí mismo escribiendo aquella carta hacía ya tantos años, dolido por la muerte de sus padres y con ella, a la que consideró culpable de toda su mala fortuna. ¡Qué injusto fue! Entonces apareció Cristina, y fue como un soplo de aire fresco en su maltrecho corazón, le dio paz. La carta…nunca fue para su esposa, fue escrita pensando en Margarita, siempre fue ella, sólo ella.
      Montó a su caballo y por última vez le suplicó que hiciese un esfuerzo por él. Atravesó Cádiz hasta llegar a la playa de Santa María del Mar. Bajó del caballo en la orilla y observó el barco cuyas velas blancas podían aún divisarse en la distancia. Se quedó allí inmóvil, hierático como una escultura marina hasta que aquel navío desapareció definitivamente del horizonte.


      Sus botas se habían hundido en la arena húmeda mientras las olas se acercaban una y otra vez con insistencia a la orilla. Estaba sólo en aquella playa de arena blanca y fina, únicamente acompañado por su caballo, y el suave rumor del viento y del mar. ¿Qué pensaba aquel hombre infinitamente triste? Cualquiera que lo observara se haría la misma pregunta. Gonzalo estaba tomando en ese mismo instante una de las decisiones más trascendentales de su vida. Podría volver a casa con su hijo, seguir indagando sobre su pasado, sus orígenes aceptar que ella se había ido…o podía dejarlo todo y buscar a la mujer de su vida, allá donde estuviese. No tenía garantías de encontrarla, ni siquiera conocía el destino de aquel barco, pero ¿acaso alguna vez hubo alguna garantía en su relación? Realmente la decisión ya estaba tomada, desde el mismo día en que, siendo aún unos niños, la ayudó a escapar de aquel hombre que la perseguía. Aquel día ella le regaló el colgante...”Para que volvamos a encontrarnos” había dicho una pequeña Margarita. Tomó el colgante que pendía de su cuello con su mano derecha, y lo apretó fuertemente, cambiando a su vez la expresión de su rostro, que ahora lucía decidido, poderoso, enérgico.
-Iré a buscarla al fin del mundo si es necesario- pensó firmemente.
       Gonzalo volvió sobre sus pasos con Minero y buscó de nuevo a la anciana. Aún estaba en su puesto de castañas. Ella no se sorprendió al verlo.
- Ya estás aquí- dijo ella.
- ¿Cómo sabía que volvería?- preguntó Gonzalo extrañado y divertido por primera vez en varios días.
- Soy perra vieja y he visto el brillo en tus ojos. Joven, estás enamorado de esa intrépida muchacha, no hay más que verte, y ahora vuelves para saber a dónde se la han llevado. Has tenido suerte…
- ¿Sabe usted…?
- Shhhhhhhhhhh…- la anciana le interrumpió, él estaba atónito.- Claro que lo sé…te lo contaré de camino a casa. Este no es un lugar seguro para hablar.

1 comentario:

  1. Increible Chey!!!! No podré nunca dejar de darte las gracias por el magnífico trabajo que estás haciendo. Jo nena, me has emocionado de verdad con este capítulo. Es que he visto perfectamente las imágenes que tenía en mi mente al escribir esta escena. Y la foto de mi tierra, el largo y estrecho camino que une Cádiz y San Fernando me ha terminado de alucinar.!Y la vieja de las castañas! !Y el puerto! !Y el horizonte, el barco, Gonzalo hundido en la arena!
    !Eres una artistaza!

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