Capítulo 32


    La noche estaba húmeda, más aún en la playa, sentado como estaba a la orilla del mar. Se encontraba descalzo, con el torso desnudo adornado tan sólo con el colgante que Margarita le regaló y el rostro taciturno, profundamente apesadumbrado. Aquella playa le producía una melancolía que no habría podido explicar con palabras. Desde que llegó a Cádiz, hacía ya tres días, repetía aquella rutina cada tarde desde que el sol comenzaba a ponerse.


   Antes de ese momento único en aquel espacio y tiempo, galopaba con su caballo, recorriendo las playas de Cádiz. A Minero le encantaba correr junto a la orilla salpicando la espuma blanca del mar. Después, volvían juntos a “La Caleta”, y esperaba a que el sol se ocultase por completo. Disfrutaba como un niño con aquel instante mágico en el que el cielo se volvía anaranjado con tintes violáceos creando maravillosos contrastes en la atmósfera. No era la primera vez que veía esa tierra ni ese horizonte infinito. Fue allí, junto al mar, donde hacía ya tantos años había escrito aquella carta de amor a Margarita en la que le pedía perdón por no haberle dado la oportunidad de explicarse.
    Allí se desprendió del colgante enviándoselo como prueba de su amor. Esperó su respuesta hasta el mismo día de su partida a Oriente. Pero nunca llegó.
     Entonces aguardaba un barco que lo alejaría de ella, ahora deseaba tomar otro que le conduciría a su lado. Situaciones distintas unidas por un mismo sentimiento único y absoluto, pues a pesar de todo lo que había ocurrido desde entonces, el tiempo no había hecho mella en su amor. Por el contrario, éste se había intensificando produciéndole ahora un dolor físico que si tuviese que explicar con palabras sería descrito como “abrasador”. Miró al cielo y vio la constelación de Canis Maior, cuya estrella más brillante era Sirio y cuyo significado era exactamente el mismo “la abrasadora”. Cada noche, durante su estancia en Oriente observaba aquella estrella, esperando que ella, desde donde se encontrase la contemplara con los mismos ojos con los que él lo hacía y le recordase. La marea estaba subiendo, si permanecía allí sentado terminaría empapado, así que se levantó y volvió a acomodarse un poco más arriba sobre la arena seca.
- Quizá ella ya haya llegado…- pensó Gonzalo, mientras tomaba con una de sus manos un puñado de arena. Se perdió en sus pensamientos mientras dejaba caer la fina arena blanca lentamente, deslizándose por la palma de su mano hasta crear un pequeño montoncito, sobre la superficie en la que se apoyaba.

Tenía miedo…, a decir verdad estaba aterrorizado, la distancia que había entre los dos le hacía sentirse impotente e inútil. Lo único que podía hacer era confiar en que ella fuese fuerte, lo cual no le resultaba suficiente. La frustración lo estaba agotando física y mentalmente. Se sentía enfermo. No podía hacer nada más que esperar, y eso era una terrible tortura para un hombre como él. Ella estaba sola, puede que alguien en ese mismo momento le estuviese haciendo daño, mientras él estaba allí, sentado junto al mar, envuelto en la niebla que poco a poco se iba levantando a su alrededor. No estaba acostumbrado a la inactividad. A pesar de su aparente serenidad jamás había logrado ser un hombre paciente. 

    Todo era pura fachada, trabajada y ensayada día tras día. Su interior era un volcán, un constante bullir de ideas e impulsos. A veces se sentía más completo en su faceta de águila que en la de maestro. Le permitía desbloquearse, despejar su mente y expandir sus sentidos. Se sentía libre.

- ¿Y si cuando llegue ella no está?- pensó de nuevo, en una nueva oleada de reflexiones adversas.         
     No quería pensar en la posibilidad de llegar allí y no encontrarla, que se la hubiesen llevado a otro lugar o…no, no podía permitirse a sí mismo pensar en eso y sin embargo, a eso se reducían sus pensamientos de la noche a la mañana. Se estaba volviendo loco.
     Gonzalo alcanzó una piedra cercana, se levantó y la lanzó al mar con toda su fuerza. Era tarde, Manuela ya debía estar esperándolo. Minero estaba tras él, parecía jugar con la arena, tal y como él estaba haciendo momentos antes. La olisqueaba frenéticamente, parecía querer desenterrar algo. Se acercó a él, tomó su camisa que aún estaba húmeda y se la puso. Sintió un súbito escalofrío. Tomó las riendas del caballo para conducirlo fuera de la arena y emprender el camino al barrio de Manuela, pero el equino, no parecía dispuesto a moverse.

- Minero, ¿qué…?...- Miró al lugar del que Minero no quería a separarse- no, no puede ser…- Gonzalo no podía creer lo que veían sus ojos, una mano… ¡su caballo estaba intentando desenterrar una mano!
   Rápidamente Gonzalo ayudó a su caballo, hasta descubrir el cadáver de una joven, cuyo cuerpo aún estaba caliente. Debía avisar a las autoridades, aquella mujer había sido asesinada, podría decir que estrangulada, por las marcas violáceas que se señalaban en su níveo cuello. Tenía los ojos abiertos y la mano fuertemente apretada en un puño.

     Montó el caballo y se dirigió a paso rápido hacia los calabozos, que se situaban cerca del puerto. Entró en aquel lugar que se encontraba plagado de humedades y salpicado de verdín en las paredes de piedra caliza. Era similar a los calabozos de la villa, excepto por el olor a mar y los ventanucos enrejados que comunicaban con cada celda.
- ¿Es usted el comisario?- Gonzalo se acercó al hombre que parecía controlar aquel lugar.
- Sí, soy yo, ¿Qué le trae por aquí buen hombre?- Le dijo, con semblante serio aunque amable.   
     Gonzalo se sintió sorprendido por aquella actitud tan distinta a la de su hermano.
- He venido a denunciar un asesinato, he encontrado un cadáver en la playa, semi-enterrado.
- ¿No es usted de por aquí, verdad?- preguntó el hombre extrañado.
     Gonzalo se preguntó por qué aquel hombre se interesaba por su procedencia, en lugar de indagar sobre el grave asunto que le estaba intentando comunicar. Pero en seguida fue resuelta su duda.
- ¿La mujer tenía signos de haber sido estrangulada?- le preguntó el hombre.
- Sí, - Gonzalo miró al hombre extrañado- No recuerdo haberle dicho que sea una mujer…
- Por eso le he preguntado si no era de por aquí. Hace más de un año que hallamos mujeres jóvenes estranguladas en la playa. Aún no hemos conseguido encontrar al asesino. Ha sembrado el pánico entre las muchachas de la zona. No sólo actúa en Cádiz, lo llamamos “El estrangulador de la bahía”. Parece que está intensificando su actividad. Es la segunda mujer muerta en tan sólo una semana.- El hombre suspiró sonoramente, tenía mujer e hijas y se veía realmente angustiado.


- He pasado casi dos horas en la playa, no me he movido de allí y el cadáver aún estaba caliente….ese hombre no puede haber enterrado a esa joven tan cerca de mí sin ni siquiera darme cuenta…- pensó Gonzalo.- ¿Hay vigilancia en las playas?- preguntó al comisario.
- Si ha tenido la oportunidad de visitar Cádiz y sus inmediaciones, habrá podido ver que son varios kilómetros de línea de mar. Desde Cádiz a la Isla, y también las playas del Puerto de Santa María, donde también se han encontrado cadáveres. No podemos controlar tanto espacio.
     El hombre se había sentido ofendido por el tono de Gonzalo, así que se despidió de él.
-Gracias por su colaboración ciudadana, si me disculpa tengo mucho trabajo.
     El comisario se marchó hacia el interior del calabozo, dejando a Gonzalo sólo y pensativo en la entrada. Aún le quedaban cuatro días en aquella tierra hasta tomar el barco. Si algo le sobraba era tiempo y aquello le ayudaría a ocupar su mente. No necesitaba un traje o una katana para ser el Águila Roja, el héroe era sangre de su sangre y cualquiera que hubiese mirado sus ojos en aquel instante, habría visto su determinación y coraje. Dos llamas encendidas en aquel espacio lúgubre y sombrío.

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